AGRADECIMIENTOS
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Puedo honestamente decir que todo el mundo en Santa Martía me ayudó de una
manera u otra. Pero especialmente quiero dar las gracias a las siguientes
personas: Balbino Llamazares e Hilaria Carral, Leonardo Mirantes, Sixto
Mirantes, Julita Llamazares y Láutico Robles, Manuel Robles, Jerónima Mirantes y
Felicísimo Llamazares, María Ribero y Virgilio Llamazares, Apolonia Robles,
Maximina Sánchez, Justa Llamazares, Saturnina Llamazares, Isolina de la Puente
y Venerable Prieto, Nieves Mirantes y Germiniano Carral...
EPÍLOGO
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Después de tres años de ausencia volví a Santa María en 1984.
Según me iba acercando al pueblo por la carretera caí en el tipo de ensueño que
se experimenta cuando se vuele al paisaje que se ha conocido bien, y recordaba y
olvidaba al mismo tiempo. Observaba los valles familiares, las estepas y los
brezos, los campos amarillos rebosantes de bálago de centeno, el terreno rojo
tostado, los barbechos desbordantes de flores salvajes y malas hierbas, los
extraños patrones en ola dibujados en las colinas por erosión, agua y tiempo. Ya
cerca, comencé a darme cuenta de algo no familiar, a ver cosas que ponían en
duda la visión que había cultivado a través de los años, y evocado en mis
recuerdos.
Esperaba, desde luego, encontrar cambiada la distribución del
terreno. Mantenía correspondencia con varias personas del pueblo y sus cartas me
habían descrito un gradual, pero inminente, avance hacia la concentración
parcelaria. La información sobre los cambios que estaban teniendo lugar me iban
llegando poco a poco: primero, que las nuevas parcelas estaban promovidas por
los ingenieros y que nadie, ninguno estaba satisfecho pero que ya no había
vuelta atrás; después, que las excavadoras del gobierno habían delimitado las
nuevas parcelas a partir de las antiguas y que todo parecía una escombrera; y
finalmente, que ya había nuevos caminos que legaban a todos los campos del
pueblo, que se podía ir a cualquiera de ellos en coche, pero se me hacía difícil
imaginar cómo se había cambiado el paisaje: Cuando ya conducíamos más cerca
puede ver, con el tipo de intensidad que sólo pueden invocar las primera
impresiones, que habían dejado al pueblo abierto, visible en cualquier
dirección, expuesto, casi desnudo: Había más árboles, más sebes, más jardines;
ahora había grandes campos de cebada y avena que llegaban a las casas; casi
hasta tocarlas. Esta impresión no se me había difumina cuando giramos la curva y
enfilamos Santa María.
Después de unos instantes de conducir por el nuevo camino
asfaltado vi a Geminiano viniendo con su viejo carro de madera, dirigiendo
adelante la yunta de vacas con el largo y estrecho palo que llaman ahijada.
Paramos y pensé para mí misma que quizá las cosas no habían cambiado tanto
después de todo. Nos reconoció gritando un saludo de corazón y diciendo: “No te
has olvidado de este sitio, ¿verdad?.”. Su hijo que está estudiando en un
seminario de Madrid, apareció pronto, con Nieves, su madre, caminando detrás del
burro, y todos nosotros charlamos brevemente sobre el tiempo, las cosechas y el
tiempo que había pasado hasta que volvimos a Santa Maria. Entonces se fueron,
con las prisas de la gente que tiene el campo todavía sin atender, ya que, como
decían, el verano es corto y la cosecha no espera.
Condujimos y paramos de nuevo a los pocos metros, justo a la
entrada del pueblo. Todavía era la primera hora de la tarde y la gente ya había
comido y reposado y ahora estaban saliendo de sus casas para ir a trabajar al
campo. En cuestión de momentos atrajimos un pequeño gentío alrededor nuestro,
entre aquellos que iban al campo y aquellos que habían visto el bullicio desde
la ventana de la cocina y el quicio de la puerta. Yo estaba respondiendo, una
vez tras otra, a preguntas sobre cuánto tiempo nos quedaríamos y dónde, cuando
una paisana entro en escena y preguntó, después de un cariñoso saludo, en que
casa nos quedaríamos: Antes de que tuviera la oportunidad de contestar alguien
se interpuso “en tu casa”. Y ella, tomándose a bien la broma, dijo que estaría
encantada. “No creas que no nos vamos a entender” replicó.
Me fijé, mientras disfrutaba de este tipo de convivencia y
acopio de información a estilo tradicional, en varios chavales, que claramente
no eran del pueblo, con peinados y atuendos de moda, cruzando arriba y abajo las
subidas y bajadas de la calle del pueblo en bicicleta y monopatines. Venían
desde la urbanización del otro lado de la carretera y me dije: forasteros. Como
pude ver en el transcurso del verano, había más forasteros en el pueblo que
nunca había habido antes, más coches zumbando a toda pastilla, lo suficiente
para sentir que, al menos durante el veraneo, el pueblo ya no pertenecía a sus
auténticos propietarios, la gente que forjaba su vida en esta tierra, que
aguantaba sus fríos y solitarios inviernos, y que esperaba volver a su tierra
cuando muriera.
Santa María había cambiado mucho desde mi primera visita al
pueblo hacía seis años. Tanto es así que podría decir que si hubiera comenzado
mi investigación en 1984, en vez de 1978, no podría haber escrito el tipo de
libro que escribí. No es que los cambios que ahora eran evidentes fueran
impredecibles años atrás o que “la presencia del pasado” se hubiera alejado de
repente entre las nieblas del tiempo, pero hoy Santa María es un tipo de pueblo
diferente y su gente, de alguna manera, una gente diferente. No era simplemente
mi propia apreciación de las cosas, también era la suya. Un comentario que había
escuchado el pasado verano, me resumía la raíz de todo esto - “Ya ha dejado de
ser Santa María del Monte, ahora es Santa María del Condado”.
Este comentario tenía su sentido metafórico e irónico a la
vez, ya que el pueblo era oficialmente conocido como Santa María del Condado
desde hacía varios años. Con las reformas municipales del siglo diecinueve,
Santa María se incorporó al ayuntamiento de Vegas del Condado. Todavía se la
denominó por su nombre histórico original, Santa María del Monte hasta la mitad
de este siglo. Lo que obligó a comenzar a referirse al pueblo como Santa María
del Condado fue la existencia de otra Santa María del Monte (del Cea) en la
provincia de León; esta homonimia, en los tiempos modernos, causa demasiada
confusuión en la distribución del coreo en ambos lugares. La gente entonces
comenzó a escribir Santa María del Monte del Condado en su correspondencia, pero
este nombre era un tanto largo e incómodo y después de una tiempo de se redujo a
Santa María del Condado. El nombre fue progresivamente utilizado en otros
contextos oficiales y también en el habla cotidiana. Hoy en día, el viajero en
la carretera de León a Boñar no verá ningún letrero de Santa María del Monte,
desde hace años, en los letreros que señalan el pueblo, se lee Santa María del
Condado.
Desde luego, mirando esta cuestión de los nombres
metafóricamente ya Santa María no está “en los montes”, sino “en el Condado”,
con un significado mucho mayor que un simple cambio para una dirección postal
adecuada para la distribución del correo y otros asuntos oficiales. Significa,
lo primero de todo, que actualmente Santa María merece realmente el noble título
de su recién adoptado nombre. Siendo “del Condado”, ahora que el nombre es un
anacronismo y ya no evoca un lugar de vasallaje y sujeto a dominación feudal, es
mas bien de cierta alcurnia.
En tiempos pretéritos, la gente de Santa María se sentía a
veces el menosprecio de su pueblo por la gente de los vecinos pueblos de la
ribera, donde la tierra era fértil y productiva, el dinero circulaba más
fácilmente y al menos algunas personas vivían muy bien. Santa María en contraste
era un pueblo olvidado, donde la tierra apenas daba centeno, el dinero era casi
desconocido y los montes que rodeaban y aislaban al pueblo eran una de las
principales fuente de subsistencia.
Todo esto ha cambiado ahora con la concentración de las
antiguas parcelas dispersas, lo que constó como 30 millones de pesetas de
ejecución; la creación de una urbanización al otro lado del pueblo, que en
vacaciones se llena de veraneantes; y la propia cobertura de servicios urbanos
en el pueblo, desde el sistema de alcantarillado al teléfono público.
Actualmente, con abonos artificiales, el riego del alfoz de parcelas que rodean
el pueblo mediante una presa construida en hacenderas, y el incremento de la
ganadería, la gente de Santa María vive bien, tan bien como en muchos pueblos de
la ribera. La existencia de una urbanización de fin de fin de semana,
significativamente llamada Montesol en lo una vez fueron terrenos comunales del
pueblo, testifica en hecho de que Santa María está lejos del olvido, inclusive
se puede decir que por esa razón el pueblo forma parte del movimiento urbano del
retorno al campo que se expande en la rápidamente industrializada España; esto
ha sido parte de la historia moderna.
Inclusive mi propia y modesta investigación sobre la historia de Santa María ha
ayudado a librar al pueblo de su complejo de inferioridad. Mientras estuve aquí
el verano pasado, apareció un artículo en un diario leonés sobre mi
investigación con una cabecera que llamó la atención sobre Santa María, y se
publicó un artículo que escribí en español analizando y trascribiendo las
ordenanzas locales de 1776, del cual distribuí abundantes copias. Esto generó
mucho interés. El nuevo párroco, que viene al pueblo dos veces por semana a
decir misa, habló admirativamente en su sermón de las actividades religiosas
reflejadas en las ordenanzas, y no simplemente en Santa María, sino que lo
repitió en los otros tres pueblos que atendía. Estaba muy impresionado por el
hecho de que hubiera tanto material histórico en Santa María y habló mucho de
nosotros en una conversación en la estaba una paisana que conocíamos bien.
Cuando el párroco se fue, ella vino a mí y con cierto orgullo, dijo “¡Él pensaba
que solamente había historia en los pueblos de la ribera (de donde es el propio
párroco), pero ahora ve que tenemos tanta o más!”.
En comparación con tiempos pasados por tanto, Santa María es un pueblo
importarte, un pueblo próspero, una pueblo con una historia y un futuro. Es, en
el sentido haber elevado su estatus, “del Condado” no “de los montes” . Pero
también hay ironía en el estatus, sólo recientemente adquirido, en aquella gente
de Santa María que vivía durante la era en que todavía estaba “en los montes”.
Recuerdo explicar, en 1978, que había venido a Santa María a estudiar el modo de
vida del pueblo y comencé a escuchar a Hilaria y otras vecinas que era una vida
dura, ya que el trabajo que tenían que hacer era “rudo, muy rudo”. Escuché
varias veces la frase “la tierra es muy señorita”; en otras palabras, la tierra
no te da nada, tu tendrás que trabajar como un esclavo “para ella”. Y trabajar
sabiendo cómo trabajar era la esencia del antiguo régimen, la esencia también
de qué significaba estar “en los montes”. Cuando volví a Santa María, el verano
pasado, el comentario que escuché con más frecuencia, casi cotidianamente, era
que hoy en día ya nadie quería trabajar, ya nadie sabía cómo trabajar; la gente
quería vivir como condes, no como leñadores.
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Princeton 1981 – Mexquitic 1985
Libro editado en 1986. páginas 286 - 290
Princeton University Press, New Jersey
Traducción del inglés: Ignacio Boixo
Diciembre 2004