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Miro
Observo
Veo
Conozco
Sé
Siento.
Luego...
¡Vivo!
Piscis...
Yo soy Piscis. Una Piscis romántica
con amor a la Naturaleza. Una Piscis que ama, que quiere amar a la belleza, que
huye de lo vulgar y se encuentra inmersa en ambas. Una Piscis, que aún no
queriendo y repeliéndola, cae en la vulgaridad de la vida, de las cosas y no
sabe cómo salir de ella. Una Piscis que quiere escribir con belleza y no sabe,
que no quiere ser cursi y sí sabe serlo. Una Piscis que se humilla y pide
perdón por ello. Eso sí sabe hacerlo.
La Autora
Cuando yo era niña y decían mis padres: "Vamos a ver a los abuelos", era mi alegría tan grande que yo no podía estarme quieta. Mi expresión jubilosa, los preparativos, se hacían con una chiquilla revoltosa, llena de preguntas, con ganas de meter mano en todas las cosas con afán de ayudar; pero lo que realmente hacía era estorbar. Llegaba el día y aquellos viajes largos y pesados en un tranvía mixto y traqueteante, con vagones de mercancías, agobiante en verano y helador en invierno se me hacía largo, largo atravesando grandes pueblos campesinos entre Palencia y León; algunos con varias torres, casas de adobe, llanuras ocres, sienas en barbechos, amarillas de los cereales, alegría al divisar chopos que marcaban el paso de serpenteantes aguas, tranquilas y espesas de llanura y más alegría aún al divisar los primeros prados cercados por sebes, negrillos y chopos, donde pacían ¡vacas!; ya ni veía mulas, eran ya pueblos cercanos a León.
León me pareció siempre, ¡tan bonito!. El corazón me latía al atravesar sus calles cargada con algún cesto o paquete. Todo lo miraba, nada era feo para mí. Mis piernas regordetas avanzaban, giraban, volvían a mirar; todo tenía su encanto: el feo color de las aguas del Bernesga, los horribles muladares de sus orillas, gracias a Dios desaparecidos, el ennegrecimiento de las fachadas, el negruzco polvo, no me importaba nada; ¡ estaba en León!. Veía a Guzmán, veía sus calles derechas, amplias, hasta llegar a las cocheras sitas a la entrada de la calle Santa Nonia por su parte derecha, enfrente del que hoy es el Emperador que entonces era un solar que había estado ocupado por la primera fábrica de luz de la ciudad. ¡Ay, aquellos coches de línea!. Se llenaban a tope allí alineados en sus naves esperando la hora de salida a las 5 de la tarde. Me gustaba el bullicio de la gente, el ir y venir de los maleteros, las voces de los vendedores. Me sentaba en las maletas; todo, que era poco, estaba ocupado. Corría a las taquillas, sonreía a las gentes, a todos, a todos quería, todos me parecían estupendos, muchos me decían cosas, llamaba la atención mi cara redondita, gordas trenzas, mis brillantes ojos, mi vivacidad. Señores con sus boinas negras, pequeñas, curtidos los rostros, chaqueta y pantalón de pana, camisa de sarga con tirilla, de rayas, botas fuertes. Las señoras con sayas largas negras, mandil, debajo la faltriquera, lo sé porque así iban mis abuelas; la chambra, la toquilla y el pañuelo de raso negro de los domingos a la cabeza atado curiosamente bajo la barbilla, con sus serones en la mano. Manos anchas y fuertes de gente trabajadora, conversaciones que me interesaban, con su acento largo, particular, un tanto sosillo, pero que yo involuntariamente acogía y pronto lo hacía mío. Gritos de júbilo al encontrarnos con personas conocidas que como nosotros esperaban la hora de partida, comida a la sombra; bocadillos preparados por las previsoras manos de mi madre. Por fin a media tarde las prisas por ir a coger sitio en el coche de línea, no se llamaba autocar, sentarte junto a la ventanilla o quedarte de pie si no había sitio, a no ser que te subieras a la baca, después que el cobrador iba colocando maletas, cestos sacos... Se mueve, nos vamos, ¿ no oís los latidos de mi corazón?. Yo creo oírlos porque fueron muchos años los que sentí las mismas emociones; aún hoy día, no con tanta intensidad, sigue emocionándome la marcha a mi rincón querido.
Siempre me estiraba al pasar el Portillo por ver a lo lejos la Quebrantada y al divisarla gritaba:!Allí está, ya la veo!, y a sus pies nuestro querido pueblo, Vegas del Condado.
Dejábamos la carretera a Madrid en el Puente Villarente y nos adentrábamos en la nuestra, no ancha, sin asfaltar aún, bordeada de árboles que entrelazándose sus ramas formaban dosel, de forma que a veces tenías que agacharte sobre todo si ibas en la baca del coche de línea. Años más tarde los arrancaron para evitar peligros y para ensanchar la carretera. Pasábamos rampas y rampas de pueblos que estaban a uno o dos kilómetros abajo en la vega, la carretera atravesaba la zona de secano. Cuando decían: ¡Vegas ¡, cuántas veces me caía al frenazo por levantarme antes de tiempo. Risas y llantos emocionados. Abrazos, apretujones de mis seres queridos. Mis ojos dolían , dolían de querer mirar todo, de querer abrazarlo todo. De frente la Quebrantada, rotura de monte, yacimientos romanos abandonados, leyendas, quebradas rojizas. Oía el canto de aves que me daban la bienvenida, vacas que pastaban en la eras, que levantaban sus cabezotas a mis gritos mirándome indiferentes. Volvían a su tranquilo pastar o a hacerse cosquillas en su húmedo morro con tantas florecillas. Yo corría, saltaba, besaba a todo el mundo. Me gustaban los alientos a sopas de ajo, el olor del heno, el de la paja. Me gustaba quitarme mis blancas sandalias e ir chapoteando por las rientes presas que cruzaban el camino, refrescando los pies de los calores del día. Mientras mis mayores se hacían miles de preguntas al lado del abuelo y la tía que guiaban el carro cargado con maletas y cestos, yo medio danzaba con el susurro del agua, con los sonidos de ramas agitadas por suave brisa, aves que revolotean de chopo en chopo, piar de pajarillos escondidos entre las zarzas de las sebes, saltos asustados de las ranas, voces de labradores que trabajan las feraces tierras. Salgo del arroyo y sentándome en la trasera del carro de un salto, dejo mis piernas desnudas que se balanceen, secándose a un sol que va perdiendo su fuerza en un bello atardecer. Dejamos al abuelo y a mi padre y nosotras, por un sendero, atravesamos el Bago Abajo para salir al Barrio de la Botica y por la calle del Agua cogemos la callejina, después de saludar, besar a todo el mundo que encontrábamos, para entrar por el portillero a la huerta, que atravieso a carrera para entrar al corral gritando:"Abuela, abuela, ya estamos aquí". Ella sale con su figura oronda, llorando y riendo, abrazándola fuerte, fuerte, sintiendo vibrar su más oronda tripa bajo la saya. Me calmo sentada en el tronco de la entrada de la casa, salen los vecinos, nuevos abrazos, besos fuertes sintiendo huesos de pómulos, cariño, mucho cariño entre todos. Visita a las cuadras, subo al corredor, espanto a las gallinas, corro a la cocina escaleras arriba, escaleras abajo. Me calmo en la noche sentada a la puerta con todos, en mis manos un cuenco con las sopas de ajo que me saben a gloria rodeada de conversaciones, de cantos de grillos, de croar de ranas, de bromas. ¡Dios mío, qué feliz me siento!. De prono: ¡hala, a la cama! y yo subía aquellas escaleras desgastadas y empinadas hasta encontrarme en aquella grandota habitación, muy similar a otras de otras viviendas; humildes, pero acogedoras, con camas de hierro, altas con jergón de panojas de maíz y colchón de buena lana que al saltar sobre ella tintineaban. Ropas que olían a limpio, a romero, a tomillo. Silencio que cae poco a poco dejándome tranquila, abrazada a mi tía relajada de tantas emociones, dormida... Pero así como otras veces me despertaba a voces de mi madre, ahora las golondrinas se encargaban de ello: Mariquita, tú que hiciste, que la casa no barriste. Es que me fui a la mar con mi falda de percal... me decían en su canto. Me sentaba de repente. Estaba sola. Saltaba de la cama. Abría la ventana. ¡Estaba en Vegas!. Bajaba a toda prisa, ¿cómo no rodaría?. "Abuela, ¿cuales son mis sopas?". Cazuelas y cuencos estaban alrededor de la lumbre, cogía el mío y salía a la puerta de la casa. Batiéndolas bien mientras saludaba a los que pasaban, oyendo el tin, tin de los golpes de la fragua cercana, el paloteo de las cigüeñas en el chopo que tenían tan blanco de sus excrementos. Después me metía en la presa o desde el cajón de la lavadera, bañera del pobre procedía a mi aseo y cogiendo la escoba y un caldero de cinc regaba a manotazos todo y me disponía a dejarlo limpio de cagarriatas, polvo y paja. Hablaba con las gallinas, con los conejos, con todos yo hablaba. Después mi madre me ponía toda guapa y me llevaba calle arriba bebiendo ávida del caño de la plaza, llegaba a los portones de la casa de la otra abuela en la calle de la Era, después de haber saludado a todos los que nos encontrábamos, llamaba a gritos a todos; las gallinas huían alocadas, las vacas mugían, mis padres riendo, las tías salían, a la abuela la abrazaba fuerte, fuerte. Esta cría me descoyunta, si no crece, roda y yo subía al corredor, entraba en las habitaciones, abría los arcones por si había sequillos que la abuela hacía tan exquisitos, corría al comedor para quedarme quieta ante la foto del abuelo Alfredo, tan querido, tan añorado, tan recordado, bajaba alocada, "un día se mata" decían y yo salía y entraba de aquella gran cocina, venían los vecinos, más abrazos, más emociones. Volvía a subir y ante mi abuelo recordaba su dulzura contándome cuentos que hacía tan creíbles; su inteligencia, su bondad. Siempre me sentí muy unida a él y a mis tíos sabiendo que la preferida fue mi hermana, a quien todos quisieron entrañablemente. Vuelta a bajar para saludar a los que llegaban del trabajo. Todo era alegría, besuqueos, bromas. Todo me emocionaba, hasta la aldaba de los portones con su peculiar sonido.
Volvemos al barrio abajo, mi barrio de Cantarranas y por la tarde saludo a
todos, entro en todas las casas llenándolo todo con mi alegría infantil. Me
gusta la leche recién ordeñada y si hay calostros mejor. Me gustan los
cangrejos cogidos por el abuelo y asados entre las brasas. Me gusta el sabroso
cocido, su carne curada de chivo, su relleno, su chorizo. Me gusta mi particular
merienda con rebanada de pan untado con tocino de sobras del cocido del
mediodía que el calor del sol lograba deshacerlo impregnando todo el pan, y en
época de moras las aplastaba sobre el pan y estaban exquisitas. Así está mi
peso de ahora.
Luego me convierto en motrila de los abuelos y sin salir el sol a la mañana
siguiente calzada con mis alpargatas blancas, atadas a los tobillos con sus
cintas, cogiendo mi bolsa con "las diez", pan con chorizo; cojo una
vara y detrás de las vacas voy calle abajo, Cantarranas abajo, hasta el
Rabitón , dando los días a quienes están barriendo la casa, a quienes están
cogiendo agua en los manantiales, a las que sacuden las alfombras, a los que
uncen las vacas al carro, a todos con mi alegría en la cara, con mi nerviosismo
en el cuerpo y beso y abrazo hasta que termina la calle y me llego a la
Molinera, donde con respeto y cariño beso y abrazo a la más peculiar de las
vecinas. Se abre el campo ante mí y las vacas con su cansino andar pasan la
presa y se reparten por la pradera; yo paso el pontón con miedo, más tarde
acostumbrada lo haría casi a carrera. Me gustaba sentarme y quedarme mirando al
monte y sobre él el cielo. ¡Qué maravilla¡. Colorido inexplicable, disco
solar que va apareciendo, matices preciosos que van rodeando al astro rey, que
poco a poco se va elevando, dándonos tiempo a contemplarlo en todo su
esplendor. Al ir varios críos con su ganado, vienen los juegos, las carreras a
"quedar" a alguna res para que no entren en terreno prohibido, corros
comiendo "las diez" y a las 12 vuelta a casa.
Me gustaba montar en las burras para hacer carreras, jinetes todos en lo que pillaban, incluso en las vacas, los gritos al arrear o de dolor producido por los espinazos de los animales sin alforjas, rodeando el cuello del animal con el pañuelo negro de las chicas, que, agarrados por la cintura hacían las mil maneras para no caerse, como alguna vez pasó al ir a casa, al unirse el ganado de Peña Rubia guiado por dos primos traviesos sabiendo lo que ocurriría, peleas de ganados desconocidos, risas de ellos y terror al encontrarte entre cuernos que se topaban y más si te caías, que no sabías si meterte en la presa o echar a correr, voces de las fuertes separando a las vacas y al final tranquilidad entrando en el pueblo como si no hubiéramos roto un plato. ¡Ah¡, las carreras, aplaudíamos al vencedor que nunca fui yo,¡claro!. Todos cansados, llegando rojos, sonriendo y yo ... sucia, entraba en la cuadra, ataba el ganado al pesebre con la cadena, sin olvidar que tienen cuernos que agachaban y levantaban tirando de la hierba seca que previsora la abuela ya había puesto. Las hablaba quedo, muy quedo; me miraban con sus grandes ojos y volvían a lo suyo. Por la tarde, después de la siesta, otra vez lo mismo hasta la puesta del sol: juegos del pite, escondite, comba o teja. Hablando de siesta, casi nunca la dormía pues después de barrer todo me iba a la huerta a comer el postre; todo lo que coloreaba me servía, comiéndolo en lo alto de un manzano de nángel y más de una travesura hacía con las frutas de los vecinos que alcanzaba con el varal.
En cada temporada lo suyo del guindal, avellano, cerezo, perales, manzanos, ciruelos, grasellos o ribas, fresas y frambuesas. La abuela, gran amante de las flores, como otras vecinas, cuidaba con esmero lilas, rosas, trepadores, celindos, lirios, peonías, vara de San José, tan amarillinas, margaritas, amén de otras flores cuyos nombres nunca supe. ¡Qué distinta la vida en la capital¡. El abuelo se me enfadaba cuando salía de su siesta y pretendía hacer lo que yo.¡Coño de cría, no me ha dejado nada!. Otra vez, estando la prima de San Cipriano cogimos una por una a las gallinas, y metiéndolas la cabeza debajo del ala, meciéndolas las atontábamos y las pusimos en hilera a la salida al corral. Subimos al corredor y allí tumbadas esperamos; salió el abuelo: "Coño, coño, ¿ qué hacen estas gallinas aquí?, y con pataditas las fue despertando; ¡hala, a dormir al gallinero". Qué cacareos, se tambaleaban, ni andar, ni volar. ¡Qué guirigay se formó. El abuelo se puso furioso; "se acabó, de ahora en adelante a la cama", nos dijo mirando hacia arriba y se fue refunfuñando a la huerta y desde arriba le oímos reír y decir: ¡demonios de crías!. Otra cosa era cuando iba sola al Rabitón, al Dos; tenía que inventarme mis distracciones, coger flores, hacerme collares y pulseras, tumbarme junto a la presa y vigilar a los renacuajos, ver cómo se hinchaban los carrillos de las ranas, mordisquear cualquier hierba, buscar cangrejos o tumbarme cara al cielo y ver las miles figuras que formaban las nubes, el revolotear de las aves, descubrir el origen de cualquier sonido, bien en el monte o entre la hierba. Descubrir a la oveja entre la maraña o al grillo que cantaba junto a mí. Algunas veces me acompañaba la motrila del Espinero; rompía en tiras su labor y me hacía trencitas llenándome la cabeza. ¿Cómo nos íbamos a imaginar que sería una moda años después?. Yo me miraba en el espejo de las aguas y reía a carcajada limpia.
Otra vez pasé el río, me adentré en Peña Rubia con intención de subir por la ladera hasta una explanada para ver el paisaje y lo que vi fue una culebra tomando el sol. Al verme se escondió temerosa y yo me di media vuelta y a toda prisa volví a mi sitio; a mi prado abierto, con mis vacas.
Fui creciendo y ya cambió todo: los trabajos más duros. ¿Cómo iba yo a saber que lo hacían a posta?, porque así se lo pidió mi madre. Ella quería tenerme en mis vacaciones y no que sólo pensara en ir a Vegas, donde pasaba todo el verano, de Villasfrías al Pilar. Se acabaron los juegos de niña y dejé de ir, sólo en septiembre, pues ya mocita me empezaban a gustar las fiestas de los pueblos vecinos. ¿Cómo me iba a gustar buscar vacas perdidas en el monte o arañarme en los rastrojos o trillando y parar las boñigas en una lata?. Tampoco me gustaba ya correr tras una jata traviesa que correteó todo el Robledo, y yo llorando y gritando para atraerla al camino, o sacarla a palos de un huerto donde pisoteó lechugas, tiró palos de alubias y ¡qué se yo...!. Menos me gustaba cuando sola en el pajar tenía que llevar la paja a la lastra y sentirme llena de polvo y picores como si tuviera miles de pulgas..., o tener que lavar la ropa en la presa ayudando a mi tía, sabiendo que había una culebra, pues la oíamos cantar. La maté de una forma muy original y me quedé tranquila. Todo se me olvidaba cuando, bien arreglada, me unía a la chavalada del barrio.
Así contaría las mil y una vivencia en mi querido pueblo, con mi familia, mis grandes amigos, qué sé yo, no fueron privilegio mío pues creo que todos los críos vivieron lo que yo viví; que lo recuerden o no con más o menos emociones ya es otro cantar.
¿Por qué siempre tiene que escribirse lo de los mayores?, sus luchas, sus amores, sus trabajos y los peques, ¿qué?. Aquí estoy yo levantado una lanza por ellos, la lanza de palo o el palo del "pite"....................................................................................., pero la vida sigue; pasan los días..., los meses... y los años... y de nuevo me encuentro yo ahora, ya adulta, con más vivencias de mi Vegas querido por los años de 1.952 al 1.956, que no me resisto a contar:
Iluminadas por la aurora, las rosadas cumbres emergían de la bruma azulada que ocultaba aún las partes bajas. Las últimas estrellas luchaban con el día, pálidas y parpadeando bajo un círculo turquí. En cada pueblo cantaban los gallos; los pájaros se despertaban en sus nidos y comenzaban sus gorjeos; los perfumes empezaban a embalsamar el ambiente y todo ello formaba la alegría desbordante del eterno empezar de nuevo...
Los críos, sin ganas, se lavan en las presas o en agua de pozos; se visten a la usanza y a la usanza calzan los escarpines de estameña dentro de las madreñas. Desayunan sabrosas sopas de ajo, cogen la bolsa con las diez, sueltan las vacas y se disponen a ir por el camino hacia los pastos haciendo resonar en los cantos del camino el repique de su calzado. En una mano llevan un palo agitado al aire cortando las ramas que atrevidas y vanidosas quieren mirarse en las aguas del cristalino arroyuelo y que ellos rompen su marcha con la punta de su vara.
El pañuelo de la cabeza de ellas se agita con el sutil y freso airecillo de las primeras horas de la mañana. Delante de ellos las apacibles vacas caminan con su paso reposado y sabiendo por instinto cual es su destino, se van parando ante los portilleros de los prados donde las aguarda fresca y tierna hierba; a no ser que en grupo vayan a algún soto comunal.
Los prados, rodeados de sebes floridas con intrincado ramaje que ocultan nidos y más nidos de pequeños animales, frutos silvestres, dan sombra en las horas calurosas, están verdes con su hierba, sus acederas, sus múltiples florecillas. La zagala o zagal abre el portillero y las vacas, ahora ya más ágiles entran en busca de su particular desayuno.
Se cierra el portillero, se sientan en sus palos toscos y dejan relajarse sus sentidos percibiendo los revoloteos de las aves, los susurros de la brisa, los murmullos del arroyo , los mil y un color de verdes y azules.
Los campos están verdes y hacia ellos se inclinan los labradores, quitado aquí, poniendo allá, ahuecado, limpiando, para que el terreno dé sus mejores frutos.
Poco a poco el rey del universo va enseñando su disco de oro, yendo a chocar sobre las cosas despidiendo fulgores. Se oyen cantos fuertes de jóvenes gargantas acompañados por la orquesta que Natura les ofrece.
El reloj de la torre deja oír sus doce campanadas y todos, entre risas y bromas, dejan de trabajar los unos y los más pequeños vuelven a encontrase en los caminos cerrados por espesas sebes hacia los hogares donde les espera el cocido a unos y el pienso a otras, mientras las madreñas siguen su cantinela oyéndose cada vez menos, menos....
En un rinconcito, nunca olvidado, de la provincia de León, corre zigzagueante un río bullicioso y cantarín. Sus aguas limpias y transparentes reflejan las laderas de un monte rico en vegetación y caza, donde se extienden las ramas de la encina y el roble; donde se entrecruzan las urces con las estepas, donde crece el escardamulo, el tomillo y el orégano, lanzando sus peculiares aromas, donde luce su fuerte color rojo la flor del lobo y otras muchas flores semejando un gran parque natural donde revolotean aves e insectos hermoseando a todo este monte que se alza gallardo a todo lo largo de la cinta del río Porma.
Monte donde al amanecer se oyen sonidos y cuchicheos misteriosos, pajarillos entre ramas con sus trinos y gorjeos cantando sus amores; donde corre entre los arbustos alguna lagartija o culebrina que presurosas y asustadas por el paso del pastor o el ladrido del perro, se esconden bajo las ramas o piedras; locas cabras y dulces ovejas van buscado su sustento, hasta que al regreso, la chiquillada espera en Valdecastrillo a que Melchor, el pastor, nos obsequie con deliciosa leche. Caminos que surcan este monte tan cerrado por donde se arrastran y chirrían las ruedas de carros tirados por vacas cansinas, cargados de ramas que atravesarán los portones de más o menos sencillas viviendas, para ser descargadas en la tenada de los corrales y que después de ser cortadas con el hocil y seleccionadas por grosores irán bajo los escaños de las cocinas, darán calor a cuerpos ya marchitos, uniendo corazones con el calor del amor. Unos vendrán de La Cuesta, otros de Valdecastrillo, quienes guiarán por Vallinacueva, Valderas o Campizas; vallecitos con senderos casi invisibles.
Frente a este monte largo, verde oscuro, se alza otro por el Poniente más bajo, menos frondoso con viñedos de una uva fuerte la Prieto Picudo, tierrecitas estrechas y largas en el valle, para avena y centeno, de forma que un solo marallo a lo largo deja pasar el carro para recoger la cosecha.
Este monte se llama Candajo, y a sus pies el pueblecito de Castro y en lo alto Santa María. Entre monte y monte está la Ribera surcada al Este por el río Porma y al Oeste recorrida por la carretera del Puente Villarente a Boñar. En esta última se encuentran las tierras de secano, donde crecen viñas, titos, muelas, garbanzos, avena y centeno, ya que el sol hace presa en sus terrenos pidiendo a gritos el llorar de los cielos, bajando suavemente hacia la parte fértil surcada por presas y más presas que saciarán la sed de quienes esperan para hacer crecer frutos que darán el sustento diario y anual en términos cercados por sebes y chopos con negrillos y paleras. Sebes donde crecen brunos, zarangüénganos , tallos dulces, tallos tiernos; términos como los Bagos de Arriba y de Abajo, La Campa, La Balsa, El Robledo, La Molinera, Degaña, Rabitón, Suertes, Tierras del río, Pantaleona, La Noria, El Encinal, Las Raposeras y otras muchas que no me sé. Se llenarán de verdes, de frutos, de trébol, de hierba que darán sustento y economía a lugareños y animales.
El río es de aguas limpias y transparentes en las que saltan plateadas truchas, carpas y barbos, donde beben las apacibles vacas que pastan en praderas y sotos de sus márgenes y donde los guajes se zambullen juguetones o juegan con las ranas atrapándolas con el tenedor atado a un palo para asar sus ancas en una hoguera entre piedras, así que éstas huyen despavoridas . Buscan cangrejos entre las piedras, que se esconden medrosos chapoteando con fuerza las aguas con su exquisita cola que a veces está cargada de huevos y, lavadas en las aguas sujetando las pinzas, se comen directamente, gustando su sabroso sabor a río limpio, no cieno. Los que consiguen huir se esconden bajo piedras o cuevas de la orilla, pero cuántas veces, al levantarla , sale una culebrilla y el que retrocede y marcha asustado es el chaval. ¡Qué alegría se vive en el río!, y ¡qué tristeza cuando se desborda en crecidas anegando sotos, prados, tierras!. ¡Cómo socava el pie del monte!, !Cómo arranca árboles y arbustos formando terrible dique en el Espinero. Se pasa la riada y vuelve la calma en la hondonada y en la rasera el bullicio cantarín, dejando en sus orillas cantos y arena donde revolotea el más pequeño de los pajarines, donde las niñas juegan a los aluches agarrándose a las lazadas de sus vestidos floreados, riendo al caer trabadas o marchando a carrera a quedar alguna res que se ha adentrado en lo prohibido.
Río que, generoso, da sus aguas a tierras sedientas, por presas y canales
con sus compuertas. Hermosean sus márgenes los muchos plantíos de árboles
altos y orgullosos, chaparros y frondosos, sueltos y caedizos. Luego, sus
tierras con sus frutos de fréjoles, alubias blancas, patatas; propias todas de
regadío, salpicadas de cerrados y huertos o prados, atravesadas por presas más
o menos caudalosas, donde se lava la mora marinera, la zarzamora, las acederas ;
terrenos que, al llegar la primavera son maravillosas alfombras tejidas por el
gran Hacedor y el hombre que supo usar sus talentos sin dejarlos enterrados.
Tanto colorido de verdes, blancos, amarillos, azules, rosa... de clavelinas,
margaritas, camisas del niño Jesús, malvas, lirios, violetas, germinando y
saliendo al sol abriendo sus corolas para recibir el calor del astro rey,
saliendo a la vida para dar vida. Otras saldrán, es verdad, que no son útiles,
son dañinas y habrá que arrancar a mano o con escabuche; una, dos y hasta tres
veces mediante la pesada excava, para limpiar el terreno y que el fruto sea el
esperado.
Se segará la hierba y el trébol, se extenderá con el horquín de hierro o de madera para que se seque después de vuelta y vuelta y, ya heno, se formarán los marallos para ser cargados en carros con costanas y picos, rastreando para que quede limpio y pueda brotar la segunda corta u otoñada. En ellos se reunirán, sobre todo, en Degaña, las cigüeñas y con su paloteo se contarán sus idas y venidas.
El heno irá al pajar para llenarlo desde su base. Su olor será fuerte pero agradable y el tirarse a él desde las vigas del tejado sin doblar, donde anidan las golondrinas, hará que sea para todos los guajes el más alegre y barato de los juegos.
El pajar se llenará con la paja traída de la era en los carros con redes y que por el bocarón a golpe de horca y bielda irá a la lastra que está sobre las cuadras y por un agujero hecho entre los tablones, caerá sobre la criba para mullir la cuadra de cantos, boñigas y suciedad después de ser barridos con ramaos. Los juegos se acabaron; el picor y el polvo impera; no se querrá más que refrescarte en la próxima presa, bañera de pobres, esperando quitar el picor de nariz y garganta con buenos tragos de vino en jarras de Talavera o de botijos con fresca agua del manantial, saciando las hambres con cocidos o tortillas de pimientos o androjas.
Los mayores no dan tregua: con sus cargadores en ángulo, sus palas, sus horcas y uno detrás sintiendo que te hiere el rastrojo, que te agotas, pisando el carro, rastreando para que nada quede ni en tierras ni en sebes.
La cansina pareja, tapados sus más cansinos ojos, que parecen implorar no se les cargue tanto con las redes y picos a tope, sus melenas en protección evitando el roce del yugo, obedecerá la voz de abuelos o padres y en la trilla darán una y cien vueltas tocándolas suavemente con la aguijada.
Se trillará, se barrerá con el ramao, se dará vuelta primero con horca, después, desmenuzada la paja, con la pala, se formará la corona para, al final, por fin, se atropará con atropador cargado con chiquillería , sus risas y sus bromas, formando la gran parva a la que atacarán los mayores con bieldas aprovechando aires "que entren bien, de abajo, solano, cierzo, lanzando al aire paja y grano: éste caerá y la paja a distancia formará una nueva parva. El grano en sacos o quilmas irá a la panera para ser molido para personas el trigo o para animales la cebada, centeno y avena. El trigo irá más tarde al molino y esa molienda servirá para las grandes hogazas, roscas, rosquillas, pastas que se degustarán en las solemnidades; el salvado para unir a patatas o remolacha para los gochos. No habrá tantas risas si en la trilla aparece la tormenta, sobre todo las que vienen de la Quebrantada; rápidas, fuertes, con gran aparato eléctrico; estropeándolo todo, haciendo marchar rápido a mayores y chicos. No, no quiero recordar malos momentos; quiero recordar el sano cansancio , el refrescar de gargantas, los chapuzones en las presas, el ir al manantial, el final de la trilla, el barrer de la era, el cosquillear de las corolas azules de las quitameriendas pegaditas a la tierra sin tallo y ya metidos en septiembre el arranque de los garbanzos, titos y muelas; tan ricos de verdes y tan incómoda su trilla, la alegre vendimia, el meterte en el lagar a pisar la uva traída en los carriegos trenzados de varas de palera en carros con costanas.
Entre toda esta maravilla de mi querida Ribera, los pueblos, difíciles de divisar entre tanto plantío, se les presiente por el tañer de sus campanas, por las campanadas del reloj de la torre, por el humos de sus hogares que, unidos forman una larga nubecilla en las mañanas paralela al monte, sabiendo que también se unen corazones al calor de sus brasas, al toque de Ángelus de su iglesia unos con torres de espadaña, otros prismática, llamando a sus hijos para terminar sus tareas y vuelvan a sus hogares entre risas y bromas, con chocar de madreñas.
Las torres otean caminos, senderos como madre amorosa, deseosa de que sus
hijos por fin, gocen del merecido descanso.
En las calles se huele a ricas sopas de ajo; a exquisitos cocidos, a purés de
patatas con sebo, cuyos chichos están tan sabrosos; las ricas tortillas de
androjas... con un sabor delicioso que le da la brasa, la cazuela da barro o
incluso de hierro colocados en las bajas lumbres de urces, estepas, encina,
roble, saciando la sed con el vino propio de las cubas de la bodega. Bodegas,
donde se guardan arcones con harinas, escriños con salvados, las cubas... En la
bodega de la casa los arcones de las hogazas, colgadas en manojos hierbas
aromáticas y medicinales: orégano, tomillo, té, manzanilla, pericón,
poleo...; cecinas de chivo curadas, chorizos, jamón, en orzas las androjas, el
sebo, la manteca, chorizos en grasa; los cantareros con cántaras, botijos,
calderos de zinc. Todo lo comestible servirá para platos fuertes, sí, pero
necesarios para contrarrestar las energías gastadas en tan duros trabajos;
suelos de tierra, paredes de adobe tan sanas y frescas.
Paneras con separaciones para el grano: trigo, cebada, centeno, avena, legumbres como el garbanzo, la alubia, el fréjol, los titos, las muelas y aquí y allá quilmas, sacos, cerandas, cribas, heminas, raseros, colgados de las estacas clavadas en las uniones de los adobes.
Fuera el famoso corredor, típico de las casas ribereñas; algunos con hacheros inservibles ya para la iglesia, donde se guardan las mil y una cosa de los críos y debajo de él, quizá ponederos de las gallinas. Pero... suciedad, sí, mucha había, es verdad, y que gracias a Dios ha desaparecido, pero la había porque salían telarañas una y otra vez con el polvo de la tierra del suelo con tanta boñiga y tanta cagarriata. Se barría, se regaba y era inútil; otra vez a lo mismo. Las viviendas limpísimas; éstas adornadas con flores frescas o secas, alegraban la humildad de muchos hogares. No olvidamos las cocinas de horno con sus palas, artesas, calderos de cobre...,todo ennegrecido por los humos que salían por la boca del horno o por el fuego del centro para calentar el agua necesaria para hacer el pan o para cocer morcillas.
Afuera, en el corral las conejeras, la lastra sobre pocilgas para el bálago a usar mojados en la presa para el horno; la tenada de la leña, el tajo, el hocil, la leña cortada y colocada por grosores y el asqueroso montón de abono, escarbado una y otra vez por las gallinas, a quines no importaban los escobazos, aleteaban, cacareaban y lo suyo, llenando todo de porquería, así que las madreñas estaban a la orden del día, para librar a las alpargatas de tanta suciedad.
Muchas de estas viviendas tenían la huerta contigua al corral, de la que se recogía lo más necesario para el sustento diario; alegradas sus tapias por rosales, jazmines, copales, flor de Vara de S. José, peonías, lilas y arbustos y plantas de grosellas o ribas, fresas, frambuesas, avellanos, por la presa zarzamoras, moras marineras y árboles, ¡cómo no!, grandes nogales, cerezos, guindales, manzanos, perales, ciruelos, todos ellos con tan exquisitos frutos, y en centro las hortalizas, regado todo por la presa que entraba y salía por algún recodo.
La reunión familiar alrededor de la mesa camilla cubierta con aquellos tapetes de encaje grueso hecho con tablillas con puntas, los azafates de paja planchada y trenzada, obras maestras de nuestras abuelas que olvidaban el cansancio y a la luz del candil tejían y trenzaban sentadas en el escaño, con colchonetas de maíz, leña debajo, la chispeante lumbre, la voz cadenciosa del que lee, las lilas o el jazmín en la pequeña ventana; la charla, a veces en el portón con los vecinos en los atardeceres donde se hablaba de lo hecho durante el día o dónde cortejaba la moza, dónde se bromea, se ríe, se canta....donde, se unen los corazones de gentes sencillas, honradas, trabajadoras, curtidos sus rostros y sus manos por vientos y soles, que saben sonreir y olvidar penas.
Las lágrimas surcan mi rostro. No es llanto sereno, sosegado, no; es congoja
llena de tristeza honda, de dolor profundo por los míos y por lo que fue de los
míos. Humos, fuego, ruinas. Llanto de aguas que mojan paredes rojas y que
fueron blancas, que guardaron amores de generaciones. Crujir de maderas viejas y
resecas por los tiempos, como gemidos de espíritus de antepasados que
corretearon, rieron, sufrieron, gozaron y penaron por desgajamientos de ramas de
su árbol y que se alejaron para echar nuevas raíces en otros lugares con otras
vidas no tan duras como las que tuvieron. Tanto unos como los otros ¡gimen!.
¿Veis vuestro hogar?. Está negro lo que llenasteis de blanco. Aquellas vigas
que colocasteis con esfuerzo e ilusiones, ¡han caído presas por los abrazos
del fuego!. La tierra apretada de tapial no se dio por vencida y quedó firme,
como firmes fueron vuestras creencias y amores; no han querido caer y serán
símbolo del polvo de vuestros huesos. Agua que cae por sierpe traidora que
culebrea de rincón a rincón, atacando aquí y allá, destruyendo ilusiones,
apagando risas.¿Qué hiciste sierpe destructora?. ¿Dónde te agazapaste para
surgir potente en la noche?. Te alzaste amenazadora valiéndote de tu poder para
borrar sueños. No pudiste atacar cuerpos, pero atacaste espíritus de mayores y
niños, de presentes y ausentes.
¡Hogar de mis antepasados!. ¿En qué quedaste?. ¡Ay, cómo surcan mi rostro
las lágrimas que brotan de mis ojos ya cansados, que vieron a mis abuelos
proyectar y realizar, vivir y trabajar para, ¡tantos hijos, para tantos
nietos!. ¿Qué fue de la casona alargada, orgullo de todos, cobijo de muchos?.
¡Ay, ya no será nunca lo que fue, será otra donde los espíritus de los míos ya no pasearán de rincón a rincón añorando ¡tantas vivencias!. Se habrán ido para siempre, no pueden estar sin el calor de la tierra, sin el olor de su madera añeja, pues el barro cocido, el cemento que endurece, el frío hierro, no es para ellos. Se irán, ¡se me irán! Y yo me quedo gimiendo, llorando, recordando, añorando; hasta que mi llanto se haga sosegado al pensar que los míos de hoy no fueron dañados y surgirán con más empuje como Ave Fénix surgió entre cenizas y las risas e ilusiones volverán con fuerza, descansando en paz los míos de ayer.
Todo seguirá en mi mente y lo seguiré viendo con los ojos del recuerdo, con el amor de mis profundos sentimientos, que ni hechuras nuevas, ni costumbres nuevas borrarán.
La Ribera se iluminó; las campanas voltearon, todos se unieron en un afán común, ¡bendita costumbre!, para aniquilar hasta hacer desaparecer a la sierpe traidora. Mi corazón se llena de gratitud
¡Qué ganas tenía de corretear por ti!, tanto como lo hice en mi infancia!. Tenía ganas, sí, de volver a pasearte sin prisas y lo hice en otras fechas y lo he vuelto a hacer ahora. Son momentos felices, de esos pocos, ya que no sé el por qué abundan los contrarios y hay que saber sacarles el jugo, y lo hice.
Me dediqué a recordar en voz alta y no dejé de hablar y hablar, quería que vieran lo que yo veía; que sintieran lo que yo sentía, cara a un sol de cálidos rayos en la tarde otoñal, que invitaban más a la somnolencia que a escuchar. Mis ojos querían captar todo. ¿Te acuerdas mi gigantona querida?. Era yo muy niña cuando con las vacas del abuelo en alguno de los ganchos, me llegaba hasta ti. A tus pies, la cinta azul plata del Porma se desliza suavemente en la hondonada y saltarina y bulliciosa en la resera. En la margen derecha, sotos, terrenos fértiles, plantíos, presas, sebes, y en su santo centro Vegas, el pueblo de mis padres, el pueblo de mis mayores.
No veo lo que veo, veo lo que vi. No había puente. Alguna vez hubo uno bamboleante de orilla a orilla que pasábamos medrosos y más si los chavales lo zarandeaban; en tierra lo usábamos como columpio. También hubo una barca de cuatro altos picos y entre ellos una gruesa maroma tendida de orilla a orilla para que al chocar los picos en ella impidieran ser arrastrada por la corriente. El barquero la guiaba y se guarecía cuando no era usada, en una choza pequeñísima.¡Pobre puente!. La riada se lo llevaba siempre. Dejaron de tenderle. Veo aquel Soto Grande con pradería para el ganado, veo los del sur y norte pues todo estaba dividido por números, desde el 1 en el Espinero al Sur lindando con Villanueva, hasta el 6 al Norte, lindando con Cerezales. ¡Cuántos recuerdos se apiñan en mi mente!. ¡ Cuántas risas y juegos!. Ya no es lo mismo. Aquellos Ganchos tan frescos al pie de tierras y plantíos, ¿siguen?. El Soto Grande roto por los ramales del río se ha cubierto de árboles. Las aguas altas se sujetaron en el pantano de Vegamián. Ya no hay temores ni gemidos de humanos: las vacas no pastan en estos amplios sotos, ni se las ve alocadas "moscando" por las picaduras de los tábanos , pero....están hermosos con su vegetación de plantíos de ribera, su aprovechamiento para el ocio y tú, Quebrantada, te puedes mirar orgullosa en el espejo del río truchero y te ves más adornada. Dejaste la falda ocre de tus cárcavos por el encaje de los verdes arbustos floridos. ¡Qué intrigada me tuviste de niña!. Cada vez que subía a las casas del ganado con mis compañeros de pastoreo de vacas y me ponía las zamarras de los pastores ...llenándome de pulgas, o para beber agua que salía de tus entrañas, veía el cauce seco de cantos rodados y me decía: ¿Un río aquí?, ¡Imposible!.
Me contaron la leyenda de la Griega que decía: "quiera Dios o no quiera ha de moler el molín de la Griega", y Dios no quiso y el agua que llevaba por el surco hecho con el taruco de su madreña hacia el molino construido al borde del monte, se fue sumiendo según iba llegando y la falda del monte se rompió; se quebró, se derrumbó con el molino, no sé si con la Griega. Pero no, la verdad era otra. Los romanos, tan deseosos de oro, no hacían más que trabajar en los montes ante el triunfo de Las Médulas. Nada encontraron; el monte se quebró y nació así tu nombre.
Hoy día las casas del ganado menor no existen. La explanada verde y florida está removida para sacar tierra y piedras que servirán para arreglar caminos. No importa, nacerán nuevos arbustos, florecerán, seguro, y...Quebrantada añorada, volverás a tener los volantes de tu falda tan hermosos como siempre y es más, te han adornado con la más bella peineta: la Cruz que abre sus brazos a toda la Ribera, a tus gentes de aquí y de allá, queriendo darles paz y amor; esa paz y ese amor que se respira, que se siente cuando cerca de ti se está.
¡Ay, Quebrantada!. Cada vez que voy por la carretera y te diviso en lontananza, ya desde niña, algo recorre mi cuerpo y me sube a la garganta... Es la emoción, es el saber que a tus pies hay muchos recuerdos, muchas vivencias, mucho presente, hay...mucho mío. Porque ahí están mis raíces!.
Sí, en su centro, en Vegas del Condado, de ahí son todos los míos, de ahí salieron algunas de las ramas de mi árbol genealógico; unas más largas, otras más cortas y las más se quedaron pegadinas a sus troncos, sus flores a las ramas como hacen el "Árbol del Amor o el Jacarando, dando sus flores antes que sus hojas.
La Cruz, que con ilusión mandaron levantar mis parientes franciscanos, nos mira a todos y los suyos en septiembre se unen a ella en la mejor de las celebraciones: la Eucaristía. Luego el placer de encontrarse con amigos y familiares; la alegría y las bromas. La tortilla y la cecina, el vino y... todo está bien si se hace con amor.
Mis escritos son, como suele decirse, para andar por casa. Como mujer soy más romántica, menos dada a tecnicismos gozándome al recordar mis vivencias. Me gusta monologar cuando no tengo a nadie que soporte mi narrar, que es de las pocas cosas que nos queda a los mayores. Así que continúo hablando conmigo misma.
El río Porma baja canturreando desde la alta montaña hasta Boñar y se hace
truchero hasta a la parte baja de Lugán y Ambasaguas. Aquí se unen sus aguas
con las del Curueño y ya hasta el Puente Villarente formarán la verdadera
Ribera.
La Ribera queda encajonada y no estrecha entre dos montes; el uno más bajo el
de la derecha y el otro más alto, el de la izquierda. Sus nombres viene dados
por los lugareños, los nuestros Candajo y Quebrantada respectivamente.
Al pie , justo de la Quebrantada, como otras veces escribiera, está Vegas del
Condado; el pueblo de mis mayores por ambas partes. La Ribera es amplia, con
partes muy diferenciadas; la alta o de secano, hoy regable y embellecida por el
Canal de Arriola y la baja de regadío antiguo.
Los pueblos, como es de historia, se han construido en la parte baja por ser más rica, formada por una vega impresionante de prados, plantíos, labranza, huertos. Recuerdo los hermosos plantíos de chopos esbeltos, apuntando al cielo o bordeando caminos, que tanto me amedrentaban de niña en días de tormenta. Recuerdo las sebes que separaban heredades donde mis gentes se inclinaban afanosas limpiando las malas hierbas en un terreno tan generoso. Recuerdo aquellas tierras cubiertas de alubias, fréjoles o patatas; y hoy cambiando sus frutos por plantón, lúpulo o menta. Arrancaron la mayoría de las plantas, limpiaron las lindes de árboles y sebes para dar amplitud a los caminos para dar paso a la moderna maquinaria. Las eras se convirtieron en prados. Adiós al chopo, al negrillo y la palera. Ya no se oye la voz del que trabaja guiando la pareja; ¡jo.jo Paloma; tras, tras, Castaña. No se oye el chirriar del carro, que ha quedado olvidado en un rincón , no del corral, del patio, con sus picos, sus redes, sus costanas, sus mantas. Ya no se oye el rasgar de las guadañas, dejando listo el rastrojo para el trébol. Ya no puedes buscar nidos entre las sebes florecidas ni comer sus tallos dulces y tiernos ni sus frutos silvestres. Ya no puedes refrescar tus pies en agua fría, cristalina de presas que vienen de manantial. Todo se ha arrancado, todo se ha tapado con cemento. Sí, es verdad que ahora se ve a la Ribera en su plenitud, con su riqueza, y que el trabajo se ha hecho más fácil, pero... ¡añoras tantas cosas!. ¿Las cigüeñas, seguirán acudiendo a los prados de Degaña?. ¿Dónde harán sus nidos?. El paloteo de sus picos, ¿se oirá?. ¡ Tantos arroyos, tantos manantiales donde había tantos cangrejos!. ¿Dónde fueron sus aguas?. Así y todo sigue floreciente la Ribera; más rica al regar todo el secano. La gama de los verdes impera, los sienas y ocres se olvidaron y hace que de monte a monte sea un goce para el que ve y admira por hermosa, por colorista, por fértil.
Los tractores con su ronroneo van dejando sus huellas por caminos anchos; las máquinas rugen, los frutos se separan limpiamente, las semillas llenan los sacos y éstos se amontonan en el remolque. Las vacas,...las vacas comer y dar leche en cuadras de suelo de cemento; limpias, modernas. Los prados proliferan para tener más pastos. El olor a menta purifica el ambiente; ya no se huele a boñigas o abonos.
En la margen de río crece rápidamente el chopo canadiense con su vestido verde-gris. Ya no hay polvo, ni piedras, ni barro; el asfalto lo cubre todo.
No se oye al tambor repiquetear, ni los dulces sones de la dulzaina llamando
a la alegría en fiestas y bodas, el sonido estridente de altavoces lo llena
todo impregnando la noche. No oyes ya los cánticos de la juventud volviendo en
camaradería de fiestas cercanas por caminos iluminados por la luna. Ahora van
en coches o motos ruidosos, sin sonidos que alegren el corazón.
Pero los pueblos siguen ahí, sosegados, aunque no se unan los humos de sus
chimeneas como neblina mañanera al pie del monte; humos de lumbres bajas que
han sido sustituidas por gas o electricidad; que no dicen al lejano visitante si
hay o no corazones que se unan y se aman al calor de las brasas.
Pero allí están todos alrededor de su torre, la torre de su vieja iglesia, de espadaña o no, y en ellas el reloj que, aunque también viejo, no quiere dejar de marcar el paso del tiempo.
Ya no recorre la carretera aquel coche de línea traqueteante, llena su baca de cestos y sacos y personas, bajo un dosel de verdes ramas: ahora está ancha y limpia para dar paso a domingueros y gentes que van a su trabajo en la capital, buscando la paz que la Ribera les ofrece.
Los montes lucen fantásticos en sus verdes de primavera o en los dorados otoñales; con puestas de sol que para sí las quisiera el mejor de los pintores. El monte está tupido, enmarañado; ya no se corta su vegetación para dar calor y vida en los hogares: ahora dan vida a una fauna con la que el cazador goza. Las plazas, los bares siguen siendo lugar de encuentro, de sosiego para propios y extraños que desean paz y aire puro, su agua riente del pozo artesiano y el sentir que su alma se abre, como se ha abierto la Ribera, y se eleva el monte a las alturas para sentir su alma lavada de injusticias y sinsabores y así encontrar la paz que la Quebrantada les brinda
Los pueblos son muy parecidos con plazas más o menos grandes; la de Vegas la mayor con su caño artesiano de agua fresca y rica, donde hace años las mozas, calzando escarpines y almadreñas, más tarde botas con botones "porque salían novios a montones", y luego y ahora el calzado de costumbre, iban al anochecer, después del trabajo del campo, con sus botijos, disculpa para encontrarse con los mozos y así ser acompañada a la vuelta por el mozo que las cortejaba y poder charlar sentados en la piedra o tocón de la entrada de la casa.
Sonaban los tarucos de las madreñas o los tacones en las piedras de una calle polvorienta en el estío y barrosa en los fríos del invierno; con grandes nevadas, a veces, que silenciaban sus pasos, pero no sus murmullos y risas contenidas. Hoy día todo ha cambiado: calles y costumbres éstas más liberales; se ha roto aquel encanto; pero las horas siguen sonando igual en el viejo reloj de la torre; los muchachos ya no se tumban en las aceras acechando el paso de las mozas; éstas ahora van y vienen, entran y salen de los bares cuando les apetece y charlan cuando se les antoja. El agua del caño ya no sirve de disculpa, o ¿ sí ? y sigue brotando cantarina rodeada de árboles y flores, de bancos donde descansan y charlan. La plaza es otra... y es la misma.
La verdad es que ya no está el Palacio, ni los juegos de los bolos, ni los de la pelota en el frontón de su fachada; su sabor a medioevo ya no existe, ni el rancho del Corpines; ahora éste se reparte en la fiesta de Villasfrías en mayo. Se derrumbó por la fuerza de la dinamita para hacer el cuartel de la Guardia Civil...,¡qué pena!. Fue una gran pérdida. Tampoco están las verjas del Ayuntamiento donde se sentaban las parejas en las tardes festivas a mirar el baile en días de jolgorio al son de boleros y pasodobles; sonidos sacados con maestría por el tío Valentín y sus hijos, tamboriteros afamados de Vegas.
Ahora se celebran las bodas en restaurantes cercanos o en León y allí es la juerga. Ya no se paga el permiso de cortejo al mozo visitante, ni al padrino, creo yo; no lo sé. Aquellas bodas que duraban más de un día: boda y tornaboda, pagando los padres del novio las "vistas" de la novia, o sea: vestido, pañuelo y zapatos.
En la plaza ya no hay tamboriteros ni chavales haciendo bromas con cardillos y lazos de palera; ya no termina el baile a las nueve: Dejaron de usarse las panderetas que tocaban con maestría nuestras abuelas en la Molinera; ahora se oyen los sonidos estridentes de conjuntos musicales que alegran a jóvenes y marean a los mayores. Ya no se va a casa a las nueve, se sale a la una y se recogen a la mañana siguiente. Ya no se forma en el Praderón el corro de aluches con premio de un cinturón en la pugna de montaña contra la ribera, o Sobarriba y Ribera. Ahora son cerrados y no libre su entrada.
Las calles se regaban a manotazos con el agua recogida en las presas, en aquellos calderos de cinc. Todo se ha cubierto; ni se ven presas ni lavaderas ni cajones, ni cestos de mimbres con la colada, ni risas cuando lavaban ni murmullos de las aguas, ni pontones de cemento ni tampoco de troncos y tapines, ni se verá la ropa colgada en los corredores.
El tipismo de nuestros pueblos se ha ido perdiendo al paso de los tiempos. Las casas ya se han ido reformando o levantadas nuevas. Aquellos adobes y tapiales han dado paso a ladrillos y cemento con nuevas formas y mejores acondicionamientos. Se acabaron los abonos y tenadas; ahora son patios y jardines donde proliferan geranios, petunias, gladiolos, margaritas, arbolitos que alegran tanto paredes como suelos.
Pero....mis gentes están ahí, sin sus chambras y faltriqueras; sin sus manteos y mandiles, sin sus sargas y estameñas, sin sus boinas y pañuelos negros, descansando, paseando por las buenas carreteras a las Eras con tanto chalet, camino de Castro, zona de chalet también, o a Villanueva, o al río, donde se encuentra la Piscifactoría, y van y recuerdan, aman y suspiran y encuentran esa paz que la Cruz desde lo alto les da al abrir sus brazos a todos aquellos que viven a sus pies o quieran acercarse a ella.
Esta es mi Ribera; ésta es mi tierra; la que yo amo y veo tan bella!. ¡Ay, lo mío!. ¿Por qué me emociona tanto?. Fácil contestación: porque la amo; esa es la verdad. Con costumbres añoradas o costumbres nuevas, mi Vegas del Condado, será SIEMPRE:
¡Lo mío!; ¡Lo muy mío!
CAMINOS DE LEON
Caminos de León, caminos
de llanos, montañas y valles,
caminos de asfalto y piedras
que señalan ruedas y animales.
No pienso en máquinas ni bestias;
pienso en pies de caminante,
en los pies de mi memoria
o mi imaginación andante.
Voy andando caminos
que ante mí se abren;
voy por senderos arriba
de mis tierras, de mis lares.
Amo estos caminos que me enseñan
los trajines de mis gentes, de mis padres,
de los padres de otros padres que pasaron,
que surcaron con tantos afanes.
Son bellos, tan hermosos,
que no puedo dejar de cantarles
con mi voz, con mi pluma
y que todos oigan, todos amen.
Amen y admiren nuestros llanos,
sus gentes de rostro sereno con boina tocados,
con camisas de sarga, ellas de refajos,
pañuelos negros cabezas tapando.
Sigo viendo rostros serenos
en montañas y riberas,
abriendo tierras, segando prados,
bajo ardiente sol que les calienta.
Refrescar de garganta en botija,
refrescar de cuerpos en manantial
de aguas bulliciosas, cristalinas,
cual más puro y límpido cristal.
¡Cómo me embriagan sus campos!
pisando hierba en el chopal,
oyendo el trinar de avecillas,
que te alegran con su cantar.
Encontrarme con las presas rientes
donde la rana salta temerosa,
donde el cangrejo se esconde medroso,
ver en el río la trucha presurosa.
Veo a mis gentes del campo regresar
tras burros o vacas,¡qué más da!
con rostros cansados pero alegres
entre charlas, bromas y cantar.
Cánticos pícaros, cánticos fuertes
que se oyen lejanos o resonando entre rocas
mugidos de vacas, esquilas de ovejas
y en casa ya...sabrosas sopas.Mis gentes son fuertes, son buenas,
estén en el valle o en la ribera,
caminen por pista o por tierra,
cargados de letras o de hierba.
Mis gentes, mis gentes leonesas
con charol calzadas o con madreñas
por caminos y tierras que labran,
por cielos que escriben y sueñan.
Caminos de León, caminos,
que anchos y rectos sois carretera
o subís culebreando entre peñas
abiertos y admirando al que os contempla.
.........................................
Cuando lejos de ti estuve
soñaba con tus prados;
triste estaba sin tus montañas
por tierras llanas caminando.
Sin sombra; soñaba con tus plantíos,
sin agua, en tus frescos riachuelos,
sólo agua de sus pozos tenía
y la sombra de casas y sus aleros.
El sol de pleno te daba
y a mi cuerpo ponía moreno
sin brisa fresca que refrescara
nuestras brisas frescas del cierzo.
Dicen del leonés, que es aferrado
a su terruño, que cree el más bello,
es tan variado, ¡tan variado!
que lo que dicen es bien cierto.
Yo, que recorrí tierras diversas y llanas
con un cielo, extenso, espléndido
se me caía encima, me aplastaba
sin ver montañas en su cielo abierto.
No había caminos serpenteantes
lindados por sebes y arroyuelos,
sólo sol asfixiante
en caminos anchos y polvorientos.
Y... me vine; disfruté como un niño
metiendo mis pies en aguas cristalinas,
subiendo y bajando estrechos caminos,
escuchando de aves sus melodías.
Paseé por sus campos, subí sus montañas,
respiré su aire fresco, recogí sus flores,
me deleité con paisajes, blancos por nevada,
con verdes lujuriantes de prados y bosques.
¿Cómo no voy a admirarte, León amado?,
si eres tan bello, tan variado?,
¿cómo no voy a quererte, León querido,
si en ti encuentro historia y arte unidos?.
Suspiraba y recordaba hasta que vine
y aquí me encuentro viviendo realidades
sin recordar ya, tampoco suspirar,
viviendo feliz en tus calles y valles.
Otras tierras hay, lo sé,
rincones hermosos que Dios creó,
rincones que he visto y he admirado
pero que nunca mi corazón amó.
Es a León a quien yo amo,
con virtudes y defectos que leonés engendró,
porque es lo mío, lo de los míos;
su carne, sus huesos, su tierra formó.
Mª. Dolores Llamazares Laso
León, enero de 2.004
Nota del Presentador: Tengo que agradecer sinceramente a nuestra buena amiga "Lola" la amabilidad que tuvo de complacer mi requerimiento para que nos deleitara con algunos de sus apasionados escritos sobre Vegas, para que nuestra página web tuviera un toque más femenino. Lo que ha conseguido con creces. Gracias, Lola.
Dolores Llamazares Laso es hija de Buenaventura Llamazares Martínez y Araceli Laso Rodríguez. Su abuelo paterno fue Alfredo Llamazares González, casado con Mª Dolores Martínez Otero, y sus abuelos maternos fueron Heraclio Laso González y Laura Rodríguez Delamadrid, todos naturales de Vegas.
León, Enero de 2.004
Gregorio Boixo