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IGNACIO DE VEGAS

UN PROFETA DEL SIGLO XX

Víctor Jarque

Enero-Marzo 2003 EN MISIÓN

El pasado 25 de agosto, los teletipos capuchinos de medio mundo recogían la triste noticia: ha muerto uno de los más grandes profetas de la segunda mitad del siglo XX, el P. Ignacio de Vegas. Alumnos en 1909

Este singular capuchino leonés, de Vegas del Condado, nació el 19 de septiembre de 1904 y fue bautizado con el nombre de Florencio Eradio González Martínez el 22 del mismo mes (en la escuela, abajo 2º Izd) Inició sus estudios de Filosofía y Teología en el seminario local, llamando a la puerta de la Orden capuchina en 1929, donde ingresó. En 1933 emite sus votos perpetuos y al año siguiente es ordenado sacerdote. En Madrid le sorprende la guerra civil en sus primeros años de ministerio sacerdotal y pasa a Portugal con un grupo de 10 jóvenes candidatos. Era junio de 1936.

Durante su estancia en Portugal, el joven Ignacio desempeña varios cargos o oficios entre los Capuchinos: superior de Valihna en 1936; superior de Oporto en 1938; profesor en Fafe en 1939; superior y director del Seminario Menor y profesor desde 1941 a 1946; superior y párroco de Beja en 1947 y nuevamente desde 1954 a 1956; en 1955 funda la revista Bíblica y la Difusora Bíblica en Portugal, iniciando así una prodigiosa campaña de difusión, primero en Lisboa y otras ciudades portuguesas, luego en Madrid, donde funda la Difusora Bíblica en 1965, regresando definitivamente a España al año siguiente, después de vivir 30 años en Portugal.

Europa había quedado pequeña para los grandes proyectos de Ignacio, que en 1986 emprende la tarea de buscar nuevos mundos donde-difundir el mensaje bíblico. Funda en México también la Difusora Bíblica y la revista Orientación Bíblica. Durante 11 años recorre todos los países de habla hispana con el mismo mensaje: «Consagrar su vida a difundir el Libro de los Libros». También recorrió parte de los Estados Unidos, Canadá y Brasil. Desde 1994 se encontraba de nuevo en Madrid, pero su avanzada edad no fue obstáculo para continuar, en la capital y fuera de ella, su labor profética que ejercía con irresistible coraje y entusiasmo. Libros, revistas, opúsculos y numerosas ediciones de los textos bíblicos son algunas de las huellas y el legado de un religioso capuchino que hizo de la Biblia su casa y su vida.

EL PROFETA

Ignacio, con sus 98 años, antes de salir a la calle, metía cada día en su mochila una Biblia, porque lo suyo era dedicarse «al servicio de la Palabra», como dice Pablo, «a tiempo ya destiempo». «Su figura -como la define el P. Montero- elemental y recia, delicada y entusiasta, humilde y convincente, almo grande en cuerpo frágil». Como misionero, profeta y mensajero, era incansable. Su mente no conocía la tregua y siempre estaba ideando nuevos proyectos para ampliar los horizontes del apostolado bíblico. Durante su extensa vida llamó a todas puertas, a palacios y a chabolas, a casas religiosas y a casas de descreídos, barrios lujosos donde corre el dinero y barrios pobres donde corre el hambre y la miseria; recorrió grandes ciudades e insignificantes pueblecillos, hizo del asfalto urbano su púlpito y convirtió la calle en campo de sementera; no le arredraba el cansancio, las distancias, el peligro, ni haber recibido más de un desalentador «portazo» al hilo del «ya te escucharemos otro día», porque Ignacio estaba inflamado del celo bíblico de Jeremías, de la urgencia de Pablo de Tarso, de la sencillez de Job y de austeridad de Juan el Bautista.

«Si ser profeta -dice de él el P. Montero- es vivir desde y para la Palabra de Dios; si ser profeta es tener, desde los criterios de la Palabra de Dios, una visión y una propuesta alternativa a la mundana, entonces, no hay duda: el P. Ignacio era un profeta, y los verdaderos profetas nunca mueren, porque queda el mensaje, que es la esencia )' el alma del profeta». La revista portuguesa Bíblica dice de él, sin ningún recelo, que «fue el mayor apóstol de la Sagrada Escritura en la segunda mitad del siglo XX y la persona que de modo más persistente dedicó su vida a iniciar al pueblo en la lectura de la Palabra de Dios». Dicen que el día 25 agosto pasado, cuando llegó la hora de la partida de este mundo, Ignacio llenó la alforja de folletos y Nuevos Testamentos para «colocar» los últimos ejemplares en la larga fila que espera a las puertas del Paraíso, convencido siempre de que «la Palabra de Dios tiene siempre prioridad» y a más de un mortal despistado podría hacerle un último favor.

EL SUEÑO DE UN MILLÓN DE EJEMPLARES

En su afán de mensajero, profeta y servidor, Ignacio acuñó un método muy personal extender la Biblia: distribuir libros a quien no tenga, sin exigir pago previo por ello; regalar libros a quien no podía pagar; facilitar abundantes ejemplares a parroquias, instituciones y grupos mediante un delegado con quien posteriormente se entendía económicamente. En Portugal, España, México y otros países siguió el mismo método «poniendo en movimiento a muchos responsables de buena voluntad pero que, con frecuencia, estaban inactivos por falta de experiencia en la pastoral bíblica».

Hace años que rondaba por su cabeza la cifra de un millón de ejemplares. Ya en 1956, agotada en tres semanas la 6a edición de Concordancia de los Santos Evangelio, Historia de Jesús, prepara 111 7a. y la 8a (junio de 1957) o Guía bíblico, que ha alcanzado una veintena de ediciones, o los innumerables folletos para conocer la Biblia a través de María, Pablo, los evangelistas, etc. Pero Ignacio no se refería a sus libros cuando pretendía alcanzar el millón de ejemplares, sino al Nuevo Testamento, que quería ofrecer a todos los inmigrantes que llegaban a nuestra tierra. Él, viajero de mil caminos y curtido bajo otros tantos soles, supo como nadie de la palabrería humana y de las incumplidas promesas políticas para atajar graves problemas. Por eso repetía sin cesar. «Menos palabras de los hombres y más Palabra de Dios». Como profeta, no era vocero de sus propias palabras, ni portavoz de sí mismo; era un nuevo Bautista proclamando a los cuatro vientos la Palabra de Otro, mucho más importante que él, a quien no era digno de abrocharle la correa de su sandalia. Puso en práctica el «8° don del Espíritu Santo», que bautizó como «gusto bíblico». La mayor parte de sus charlas y conversaciones iban encaminadas a indicar, enseñar y recordar textos bíblicos, saboreando la Palabra de Dios, que cuestiona, inquieta, alimenta, ilumina y salva. Una de las frases más repetidas por él eran estas palabras de Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», repitiendo machaconamente la palabra «vida, vida, vida», mientras subrayaba con un gesto de su mano la importancia de lo que estaba diciendo. Tenía otras « devociones», pero su gran pasión fue «El Libro de los Libros».

ABRIENDO BRECHAS

Estas breves notas biográficas del P. Ignacio de Vegas son nada más que cuatro pinceladas de su apretada e intensa actividad misionera. No perdió el tiempo en dar a conocer superficiales mensajes. Abrió caminos nuevos e hizo transitables los antiguos. Aró, sembró, recolectó, escribió, editó, distribuyó, vendió, regaló, explicó, oró, se entregó hasta el fin de sus días y murió en el surco... Este sembrador, misionero y profeta, peregrino y evangelizador, nos ha dejado la rica herencia de sus escritos, fundaciones, anécdotas y el mensaje franciscano de su vida: Vivir y dar a conocer el Santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

El P. Ignacio de Vegas, profeta del siglo XX, hasta unos días antes de su muerte hablaba de sus nuevos proyectos para difundir la Biblia porque hacía falta “más Palabra de Dios y menos palabra de los hombres”. Murió el 25 de agosto de 2002.

 

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